Desde que estuve en Argentina, siempre compruebo si me devuelven bien los cambios.
Antes, nunca lo hacía. Como Blanche Dubois, confiaba en la bondad de los desconocidos. Pero allí me di cuenta de que los desconocidos no conocen la bondad.
Un buen día, a mitad de viaje, cuando pagaba un disquito de Los Pericos en una microtienda de la Avenida Santa Fe, descubrí con horror que me estaban devolviendo casi 4 euros de menos. Por gallega, me juego los tacones. Encendí la luz de alarma, y decidí poner a prueba al argento medio, para entretenerme. Y para ahorrar. Tate. Premio gordo para ellos. NUNCA, ni una sola vez, me dieron el cambio bien. Algunos se quedaban con 2 ó 3 euros. Pero los más patéticos eran, sin duda, los que me rateaban 5 ó 10 céntimos. Me parecía, además de ruin, cobarde. Si robas, roba a lo grande, por Dios, como Mario Conde.
Al principio, me limitaba a pedirles mi dinero. Pero luego, me aburrí. Eran muchos, y estaban en todas partes. Así que busqué otras maneras de recuperar lo que era mío. Empecé a confiscar ceniceros, vasos cusiosos, platos, cubiertos, servilleteros, jaboneras, rollos de papel higiénico, grapadoras, bolígrafos... que iba repartiendo entre mis amigos, con complejo de Robin Hood. Con lo mal que me sienta a mí el verde.
Y volví a España. Mi gozo en un pozo. Después de casi tres meses en Buenos Aires, sintiéndome con pleno derecho a confiscar, me quedé con una sensación horrible de coitus interruptus cuando descubrí que aquí los cambios siempre son correctos. Conservé el hábito agotador de comprobar el cambio, pero sin el placer orgásmico de poder tomar revancha.
Los argetinos es lo que tienen, son una fuente inagotable de placer ambiguo.
Un buen día, a mitad de viaje, cuando pagaba un disquito de Los Pericos en una microtienda de la Avenida Santa Fe, descubrí con horror que me estaban devolviendo casi 4 euros de menos. Por gallega, me juego los tacones. Encendí la luz de alarma, y decidí poner a prueba al argento medio, para entretenerme. Y para ahorrar. Tate. Premio gordo para ellos. NUNCA, ni una sola vez, me dieron el cambio bien. Algunos se quedaban con 2 ó 3 euros. Pero los más patéticos eran, sin duda, los que me rateaban 5 ó 10 céntimos. Me parecía, además de ruin, cobarde. Si robas, roba a lo grande, por Dios, como Mario Conde.
Al principio, me limitaba a pedirles mi dinero. Pero luego, me aburrí. Eran muchos, y estaban en todas partes. Así que busqué otras maneras de recuperar lo que era mío. Empecé a confiscar ceniceros, vasos cusiosos, platos, cubiertos, servilleteros, jaboneras, rollos de papel higiénico, grapadoras, bolígrafos... que iba repartiendo entre mis amigos, con complejo de Robin Hood. Con lo mal que me sienta a mí el verde.
Y volví a España. Mi gozo en un pozo. Después de casi tres meses en Buenos Aires, sintiéndome con pleno derecho a confiscar, me quedé con una sensación horrible de coitus interruptus cuando descubrí que aquí los cambios siempre son correctos. Conservé el hábito agotador de comprobar el cambio, pero sin el placer orgásmico de poder tomar revancha.
Los argetinos es lo que tienen, son una fuente inagotable de placer ambiguo.
3 comentarios:
¿¡Te estafaban con el cambio en Argentina!? ¿Y no apareció Batman? ¡Pero si es de allí, y anda atentísimo!
Mi sobrina de 7 años es argentina al 50%. Ayer jugué a las cartas con ella y me ganaba una vez tras otra, hasta que descubrí que en vez de darme diez cartas, como exigía el juego, me repartía catorce. Pero no puedo adorarla más.
Muy buena la reflexión final.
Lo que nunca pensé es que tendrías el descaro de escribir algo como esto: "Con lo mal que me sienta a mí el verde". :-D
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