Miren. No. No les estoy diciendo que miren. Digo que esta chica se llama Miren. Un nombre muy habitual en Euskadi. Pero en Madrid nadie acierta a decirlo bien. La llaman de todo, menos Francisco.
A mí, que me llamo Estíbaliz, pues me llaman Elisabeth (NO, gracias), Edith, y con mucha frecuencia, Itziar. ¿Por qué? Ni idea. Les sonará a vasco, digo.
Pero yo no soy quién para quejarme, que a las Glorias las llamo Ángelas, a los Álvaros los llamo Fernandos, y a las Adelas, Jacintas.
El caso es que hay gente con un don para los nombres. J., por ejemplo, los retiene TODOS. Y los usa mucho, los mete en las frases Sí, Marta, es verdad. Él ni siquiera se había dado cuenta de que lo hacía hasta que yo se lo dije. Pero es curioso. He observado que a la gente le reconforta escuchar su nombre, sobre todo cuando lo dice alguien al que acaban de conocer.
Ya escribí algo sobre esto, que a mí me encanta el momento de escuchar mi nombre por primera vez de la boca de alguien. Nunca lo paso por alto. Y, observando a J. durante todos estos años, me he dado cuenta de que a casi todos les gusta también. J., aparte de su capacidad natural para ser el tío más encantador y sencillo a 300 km a la redonda, se mete a todo el mundo en el bolsillo repitiendo sus nombres.
Nos diferenciamos de los demás animales, entre otras cosas, por el ego.